Cenizas by Grazia Deledda

Cenizas by Grazia Deledda

autor:Grazia Deledda [Deledda, Grazia]
La lengua: spa
Format: epub
editor: 0
publicado: 2014-02-27T23:00:00+00:00


Anania estudiaba con ardor y escribía largas cartas a Margherita.

Su amor era perfectamente igual a cien mil otros amores entre estudiantes pobres y señoritas ricas, pero a Anania le parecía que ninguna pareja en el mundo podía amarse como se amaban ellos, y que ningún hombre había amado con el ardor con que él amaba. A pesar de la duda de que Margherita pudiese abandonarlo si él encontraba a su madre, se sentía feliz con su amor, y la sola idea de volver a ver a la muchacha le daba vértigos y alegría.

Contaba los días y las horas, y en todo su porvenir misterioso y velado sólo divisaba un punto luminoso: el encuentro con Margherita a su regreso por Pascua.

Tampoco en Cagliari, durante el primer año, tuvo amigos y ni siquiera conocidos. Cuando no estudiaba o no vagaba solitario por la orilla del mar, soñaba en el balcón, como una muchacha.

Un día, hacia el crepúsculo, subió por las laderas del monte Urpinu, más allá de los campos donde los almendros florecían desde enero, y se adentró en el pinar. Sobre el musgo de las avenidas abandonadas, el sol poniente arrojaba reflejos delicados por entre los pinos rojizos. A la izquierda se entreveían los arados verdes, almendros en flor, setos rojos por el crepúsculo. A la derecha, bosquecillos de pinos y laderas umbrosas cubiertas de írides.

Él no sabía dónde detenerse: tantos eran los lugares deliciosos. Cogió un ramo de írides y al fin subió a una cima verde de asfódelos desde la que se gozaba la triple visión de la ciudad roja al crepúsculo, de los estanques azulados y del mar que parecía un inmenso crisol de oro fundido. El cielo ardía; de la tierra emanaban delicadas fragancias; las nubes, azuladas, que dibujaban sobre el horizonte de oro perfiles de camellos y figuras broncíneas, daban la idea de una caravana y recordaban el África próxima.

Anania se sentía tan feliz, que agitó el pañuelo y se puso a gritar saludando a un ser invisible, un ser que era el alma del mar y del cielo, el espíritu de los sueños: Margherita.

Desde entonces los pinares del monte Urbino se convirtieron en el reino de sus sueños. Poco a poco, se tuvo por tal manera dueño del lugar, que se irritaba cuando encontraba alguna persona en sus avenidas solitarias. Solía quedarse en el pinar hasta el caer de la tarde, asistía a los rojos crepúsculos reflejados por el mar, o, sentado entre los írides, contemplaba la ascensión de la luna, grande y amarilla, entre los pinos inmóviles. Un atardecer, mientras estaba sentado en la hierba de una ladera, más allá de un pequeño barranco, oyó un tintineo de rebaños que pacían y le asaltó la nostalgia.

Delante de él, más allá del barranco, la avenida se perdía en una lejanía misteriosa. Los pinos rosados se sumaban sobre el cielo puro y el musgo tenía reflejos de terciopelo. Venus brillaba en el horizonte rosado, sola y riente, como si se hubiera asomado antes que las otras estrellas para gozar de la dulzura del atardecer sin ser molestada.



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